Monday, May 12, 2008

HOSPITAL




Abrí los párpados esa tarde de otoño y contemplé que nada había cambiado. Recorrí la habitación de un vistazo: otro ramo sobre la mesa. “Ramiro, que te mejores, Mamá”. Desde la muerte de papá que me manda cinco de esos por semana. El médico todavía no podía comprender cómo no me había curado. Pero era cierto, la cicatríz sobre mi pecho no había sanado por completo. Entró Romina con mi té, tostadas de sevado, dulce rosa mosqueta y un jugo de mandarina. Pero todo esto parecía un sueño, una repetición del día anterior, y del día anterior a este último, y así sucesivamente por dos años y medio aproximadamente; sí, dos años y siete meses.
Antes del hospital había tenido una vida grata. A la mañana paseaba a mi gato, luego desayunaba, prendía la computadora para explayar palabras sin sentido que luego vendía por unos mangos a un director de cine y más tarde me encontraba con René. Me vino a visitar el otro día. Trajo unas flores que ya no están, duraron muy poco, o será que vino hace mucho tiempo… no sé. La cosa es que recuerdo su fragancia a jazmín, su pelo sedoso y negro petróleo que se deslizaba sobre sus pequeños pechos redondos.
Ya no me viene a visitar. Debe sentirse culpable. Lo es, de eso no hay duda. Ella misma lo confesó en la carta que tengo entre mis manos.
Me lo explicó cien veces, pero aún no he logrado entender. Su personal-trainer tenía que mostrarle una nueva técnica para afirmar los esquiotiviales, con una maquina suya, que estaba en su casa. Fueron allí luego de la clase y, una cosa llevo a la otra. No es que me haya inventado esta historia. María, la novia del personal-trainer los vio y me lo contó inmediatamente. Y claro, es mi secretaria, quién no le contaría a su jefe todo con tal de caerle bien. Desde ese momento siempre la noté un poco cariñosa, pero eso no viene al caso.
Resolví que René se marchara de mi vida. Eso quiere decir, que se vaya de mi departamento, me devuelva el auto que le presté, guarde los equipos de audio que le regalé y se los lleve, y que saque a ese gato de paso. Dice que me necesita, y que me ama. Le ofrecí dinero, pero aceptó la mitad y desde allí que no la veo más. De todas maneras, debo llamar a Ricardito para que me consiga el trato con Intertelem & Co. y que le mande los presupuestos.
Me duele el pecho, quizá sean las tostadas, o la piel, que me da picazón y se hincha cada vez más.

Cuando creía que todo terminaría un hombre me salvó la vida. Nunca dependí de nadie. Nadie nunca me importó. Todo era el dinero y la fama, y por sobre todo, el poder. La palabra “amor” no existía en mi vocabulario, no existía aquella palabra para mí. Cuando miro atrás, a aquel atroz accidente recuerdo que caminaba por la calle, con mi traje de dos mil libras, mi maletín (siempre cargaba mi maletín) e iba en dirección a mi Cayenne. Una de las reuniones más importantes de mi vida me aguardaba. Pero en cambio, al cruzar la calle me llamó María, para contarme lo sucedido entre René y su entonces novio. Tanto me sorprendió la noticia que frené en el medio de la zebra. Y a pesar de que iba por donde los peatones deben cruzar, aquel taxi, como todos, venía a mucha velocidad. Es en este momento del relato cuando blanquean mis recuerdos y mi memoria y lo que continuó me lo describió el taxista mismo. Me atropelló y arrojó a unos cinco metros de donde había sido el impacto. El golpe fue tan extremo que las últimas dos costillas de cada costado se quebraron. Sufro de hernia de disco… se agravó. Entre cortaduras, sangre y pavimento, mi pensamiento estaba centrado en René.
El taxista me recogió, y me llevó al hospital más cercano. Pero, ahora según el testimonio del médico de guardia, debió retirarse para continuar su turno, y al ver que me encontraba relativamente vivo, me dejo allí. La agitación y el agotamiento me dejaron inconsciente por dos días. Aproveché para descansar del estrés de las últimas semanas de trabajo que habían sido extenuantes. Había dormido sólo ocho horas por día, escrito casi todas las mañanas y paseado al gato dos veces por día (dos vueltas a la manzana). Además de todo esto había llevado a mi comprometida al cine, a bailar a Crasia, y a comer. El accidente fue realmente un descanso.

Pero todavía daban vueltas en mi cabeza aquellas palabras de mi madre, como un déjà vu infinito. Me habrá mandado por lo menos trecientos sesenta y cinco mensajes y ramos como aquel desde el primer momento en que llegué a esta habitación. ¡Qué gasto! No que sea un problema el dinero. Es un problema mi recuperación, eso quise decir.

Después de pasar dos días inconsciente, abrí mis ojos, y era una tarde igual a la de hoy, pero de primavera. Qué increíble cómo estaban floreciendo los agapanthus. Qué tarado cómo no contemplaba aquellos magníficos colores que anticipaban el calor que se aproximaba. Debo excusarme y decir que era aquel dolor inquebrantable el motivo de mi falta de atención a tan minuciosos aunque bellícimos detalles. Me sorprendió la apertura de mi pecho. Una línea que se extendía a lo largo de mi busto, hasta la cintura, donde luego se dividía en dos.

Recién cuando entró Romina acompañada por el médico me fue concedida la explicación a tan descabellada circunstancia. “Hubieras muerto” fue lo único que me dijo, como si eso bastara. De ahí en más estuve preguntándome qué habían hecho al abrirme, por qué lo hicieron, y si está resuelto.

Están tocando la puerta. Guardaré la carta para que nadie la vea, y porque si es René, verá que me importa. “Pase”, digo. El médico. El mismo rostro que me concedió un “Hubieras muerto” cuando necesitaba explicaciones concretas, diagramas explicativos, ejemplos explícitos. “Te doy de alta”, murmulló, y creo que se dirigía a mí. Pero era imposible, todavía podía ver la sangre sobre mi cuerpo en ese instante. Podía sentir la lenta fusión entre mi piel desgarrada y el asfalto. No estaba curado, y estaba mucho menos apto para volver a mi departamento, donde estaría solo.

Caminé por aquellos largos pasillos blancos. Antes, como buen hombre de negocios atraía todas las miradas, toda la atención. Ahora era como si nadie supiera que yo caminaba por aquel sendero luminoso hacia mi libertad, o mi perdición.
Fue dificultoso abrir la puerta. Sentía cómo se desgarraban mis puntos al hacer fuerza. Lo logré igualmente, siempre lo logro.

Me tomó por sorpresa una señora que pasaba por allí. Me sujetó y con lágrimas en los ojos me dio su pésame. Supuse que se había enterado de la muerte de mi padre, un poco tarde, pero le agradecí su comentario.

Recuerdo que no recordaba como volver al departamento. Irónico qué rápidamente se puede olvidar uno la dirección de su casa cuando el hospital pasa a ser el hogar. Pero allí estaba María, que iba a la oficina y me vio desde la vereda de enfrente. Me detuvo y preguntó como estaba y si me estaba escapando o realmente había sido dado de alta. No la convenció mucho mi respuesta, pero de todas maneras me acompañó al estacionamiento de la oficina donde habían dejado mi auto durante todo este tiempo.

Yo la quiero mucho a mi mamá. Siempre cuidó de mí, siempre estuvo conmigo en los momentos mas difíciles, y me apoyó en mis decisiones. Por eso me parecía raro que hubiera mandado únicamente ramos de flores y cartitas, pero no hubiera venido a visitarme en las útimas semanas.

Mientras entraba al auto y me despedía de María agradeciéndole, pensaba en qué haría al llegar a mi lujoso departamento. Primero, me sacaría estos incómodos zapatos, luego me tiraría en mi cama y llamaría a René, para que me viniera a visitar. Me merezco por lo menos una noche de su compañía despues de haberme engañado como lo hizo. Pero mientras sucedían en mi mente imágenes de su pecho sobre el mío, de su cuerpo desnudo rodando sobre mi cama, pude sentir a María, sentir su olor, y su presencia. Pude contemplar por primera vez aquellos grises ojos que penetraban los míos con tanta euforia que me hacían detenerme en ese instante para siempre. Podía ver sus manos firmes sosteniendo la puerta para que yo entrara. René no había sido nunca tan servicial. Nunca le había importado mi opinión, me despreciaba; eso era lo que me atraía de ella, su indiferencia hacia mis sentimientos. Ahora era distinto. Ahora me atraía María, mi secretaria, que había sido siempre tan comprensiva, solidaria, trabajadora. Su rostro inocente me recordaba a mi niñéz, a aquéllas épocas donde sólo importaba saber reír. Salí de al lado del auto (donde estaba parado, hipnotizado) y la besé, como nunca nadie besó. Sostuve su rostro angelical y delicioso y presioné mis labios contra los suyos en un estado de euforia inquebrantable. Tuve entre mis manos el calor de su piel virgen, de su pelo lacio mientras sostenía su cuello que, al descubierto, esperaba mi tacto.

Quise quedarme en ese estado de armonía por el resto de la eternidad. Mi existencia pasó a ser una mera ilusión, una utopía en comparación a este sueño inadquisible. Perdería todo, y todo lo entregaría con tal de saborear por sólo un instante más aquella boca febril. Como inundado y sin poder pensar permanecí junto a ella, inmóvil, estático, como para evitar que algún movimiento en falso perturbara el momento. Era el poder de su cuerpo, era la forma en que hacía que el dolor de la cicatríz y la incomodidad de mi pecho se desvanecieran, purgados por los cuerpos.

Ella me apartó, sollozando. Nunca vi a una mujer llorar de aquella manera. Sus ojos grises ahora parecían lagunas de tristeza y desconsuelo. Llevó sus manos a su boca, tapando, mientras temblaba, sus finos labios rojos. Perturbado y sin saber qué hacer para detener su llanto, me paralicé, y después de unos segundos me metí en el auto y puse la música, para no escuchar tan triste sonido. Después de un rato tocó la ventana del conductor e hizo señas para explicar que se encotraba major y que ya podía hablarme.

Mi madre había muerto.

Dos semanas atrás.

Sufría de Parkinson lo cual la debilitaba y le complicaba alimentarse.

Lloré. Y lloré un poco más. Hasta que me sujetó por el cuello y me sostuvo tan fuertemente que sentí que nunca me dejaría ir, lo cual me gustó. Me contó cómo había sido, y no le pedí detalles. Las notas y los ramos los había estado mandando ella, porque todavía no había juntado fuerzas para darme la noticia. Quería y prefería que fuera así, en vez del médico de guardia que mostraba poca emoción y pocas palabras.
Nunca había sentido tanta soledad y tanta compañía al mismo tiempo.

Dejamos el auto en el estacionamiento, donde lo encontramos. Ya no lo necesitábamos. Nos teníamos el uno al otro. Me tenía a mi mismo, de nuevo, de regreso, y esta vez de verdad.

Fuimos a mi departamento y lo encontré vacío. Parecía que René había aprovechado y se había llevado todo lo que podía, hasta dejarme sin muebles, sin decoración y sin comida. Pero tampoco me importó.

Se veía tan increíblemente hermosa. Me miraba con tanta tranquilidad y luego giraba la cabeza para contemplar la vista del balcón a la ciudad, que me atrajo hasta su lado. Me apoyé junto a ella, mirando las luces de los autos pasar, contemplando los resabios de otro día de vida, y los inicios de una larga, pero verdadera noche de amor.

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